Una entrevista a Trinidad Huertas «La Cuenca».

En esta entrada se presenta la única entrevista que conocemos a la famosa bailaora malagueña Trinidad Huertas «La Cuenca», realizada en su hotel de Nueva York en el verano de 1888. Venía de actuar en el Teatro Nacional de Ciudad de México y había sido contratada por el empresario Michael B. Leavitt para ofrecer una serie de actuaciones en un reputado local de Manhattan, el Koster & Bial’s Concert Hall. Su baile de la torería se convertiría en el número estrella del espectáculo. La entrevista se publicó en el CD que acompaña a la biografía de la artista, La Valiente. Trinidad Huertas «La Cuenca» (Sevilla: Libros con duende, 2016). Aquí se ha respetado el formato original de la entrevista, con sus epígrafes intercalados para atraer la atención del lector.

Trinidad Huertas la Cuenta. Fotografía de E. Beauchy. BNE.

UNA REINA DEL RUEDO

La Cuenca, la famosa torera española.

Informe explícito de su primera corrida. Un enorme toro andaluz la coge por los aires. Sale victoriosa. Triunfos en Madrid y París.

The Cleveland Plain Dealer, 13-7-1888, p. 4.

New York, 9 de julio. [Correspondencia especial]. Una mujer pequeña y vivaracha de ojos negros charló animadamente con un reportero en su hotel ayer. Sus pequeños dedos estaban enfundados con anillos de diamantes y un magnífico brocado de diamante, regalo de la reina de España, brillaba en su cuello. Nadie por un momento imaginaba que la pequeña mujer era La Cuenca, la famosa bailarina y torera, pero no era ninguna otra. Desde que su reputación se consolidó en la plaza como la más audaz de las toreras, se le ha contratado en el escenario, interpretando con trágico mimetismo las excitantes escenas en las que ha participado. Su misión en esta ciudad es repiquetear las alegres castañuelas, lanzar el rojo capote y evitar con ágil destreza las embestidas imaginarias del furioso toro sobre el escenario. Con el fin de despertar un excitante interés en la audiencia, La Cuenca deja que el toro se regocije con la sangre por unos momentos, y se presenta con una música lenta el espectáculo de una torera de baja estatura vestida con un fajín carmesí rodando con lastimosa agonía sobre el escenario. Desde un lado del albero un valiente banderillero corre y rescata a la torera caída. “Esta es la parte mímica del número”, dijo con ingenuidad la bailarina.

                ¿Usted prefiere el toreo mímico al real, verdad?

                “Sí, pero hay más trabajo aunque menos peligro en la pantomima. Yo puedo responder a una petición de bis en el escenario, pero en la arena sólo puedo hacer una reverencia. Ya ve que no es fácil matar a un toro otra vez cuando el público aplaude jaleando. Déjeme mostrarle algunas de mis armas”.

LAS ARMAS

                La bailarina se levantó y se movió con gracia y rapidez por la habitación. Ella trajo varias espadas pulidas y de punta afilada, unos dos tercios de un florete de esgrima. Eran espadas de Toledo y perfectamente curvadas. Las empuñaduras de estas armas mortales estaban extrañamente forjadas y tenían incrustaciones de joyas. Se mostraron también otras armas para acosar y torturar al toro.  Una era una pica, alegremente adornada con cintas, y en las manos del cruel banderillero o del acosador se clava en el lateral o en el lomo del toro y se deja allí para provocar al animal hasta la desesperación. Después, se mostraron sus capotes de un rojo vivo y alineado con oro alrededor de los bordes. Uno de aquellos parecía viejo y algo estropeado. La Cuenca lo sujetó y miró por encima de ella con los ojos relucientes y los puños cerrados. Después, lo bajó gradualmente y pronunció algunas delicadas palabras en un español suave y grave.

                “¿El capote tiene recuerdos, bailarina?”, interrumpió el reportero.

“Sí, fue sobre mi brazo cuando por primera vez entré en la arena para hacer un combate mortal con un toro. Esta cicatriz en el cuello y la mandíbula la recibí aquel día, y sentí lo que era sangrar y ser volteada por los aires. Pero te contaré cómo llegué a entrar en el ruedo y la historia de mi primer encuentro con un enorme toro andaluz. Yo nací en Málaga y con cinco años ya demostraba una gran afición por toda clase de deportes. Incluso a tan temprana edad imaginaba que era un matador y practicaba combates fingidos. Mis padres pusieron todas las objeciones a mi afición por el deporte de los toros, pero no me negaron el privilegio de asistir a las corridas. Yo aplaudía con gran regocijo y

DISFRUTABA DE LA MASACRE

como una chica americana lo haría con una comedia o una pantomima muy entretenida. Yo era una mocosa, pero oh, tan activa y llena de vida. No me llevó mucho tiempo congraciarme con el favor de los asistentes y los empresarios de las corridas. Me llamaron el pequeño torero y me regalaron una puya. Entonces bailé para ellos y me consideraba uno de los chicos.  El hecho es que llevé ropa de chico hasta los 17 años, y hasta entonces no me di cuenta de que era una mujer. Mi pasión por entrar en el ruedo se hacía cada vez más fuerte, y al final se me recompensó. Yo era bastante joven y mis padres se opusieron con todo celo a que me enfrentara con un toro ante un público numeroso. Nada pudo hacerme cambiar de opinión, e hice todos los preparativos para aparecer como torera. El anfiteatro estaba repleto de nobles españoles. Nobleza andaluza, grandes damas, bellas señoritas y gente de todos los ámbitos de la vida. Cuando entré en el ruedo sentí mi mano firme y no estaba en absoluto asustada. Me parecía que había sido educada para la profesión y no sabía lo que significaba el miedo escénico. Mi parte no era hablada y por eso mi voz no temblaba. Me preguntaba si mis padres estaban entre el público llorando y si mis compañeros –era chicos fundamentalmente-  me aplaudirían con ardor si tenía éxito o no en matar al animal. Tras saludar a los nobles personajes que ocupaban los asientos más cercanos al ruedo, me retiré a un lado para darle al toro la oportunidad de embestirme. ¿Cómo puedo describirte todo esto? Un enorme toro andaluz que había sido dejado en ayunas desde hacía tres días se giró y

COMENZÓ A BRAMAR DE IRA.

El toro quería escapar y no luchar. Entonces entraron los picadores y los banderilleros y comenzaron a incitar y a burlar al noble animal. Lo asaetearon hasta que se puso furioso. Los picadores a caballo le enseñaron los capotes rojos y rápidamente eludieron sus coléricas embestidas. El momento supremo había llegado. Vestida con un traje ceñido de torero avancé hasta la mitad del ruedo. El público aplaudía entusiasmado por el toro, y evidentemente esperaban la lucha. Con un estoque afilado en mi mano derecha, con mi izquierda levanté la manta roja, como diríais en inglés, y fui embestida al instante. Esquivé la primera arremetida, pero la siguiente vino tan rápida que pensé que me había llegado la hora. Exasperado, el animal se giró de repente, me cogió por debajo de la mandíbula, o más exactamente, en el cuello, con uno de sus pitones y me lanzó como un corcho unos cuatro metros. Caí, sangrando profusamente, pero afortunadamente todavía sostenía el estoque con mi mano. Al instante me puse de pie, y echándome hacia atrás rápidamente, metí el afilado estoque hasta el mismo corazón del toro en el momento que me embestía. Fue mi primer triunfo en el ruedo. La ciudad de Málaga se quedó pequeña para mis ambiciones y me marché a Madrid. Ah! Qué visión fue para mí la metrópolis de España, con sus altas torres, sus magníficos palacios y los desfiles reales que hacían que la gente acudiera para disfrutar de unas vacaciones. Pero mi corazón estaba en mi trabajo, y eso fue lo que perseguí con ardor, y ahora no me avergüenza confesar con un cierto éxito que halaga mi vanidad que mezclé el toreo con el baile y con otros deportes masculinos. Hubiera sido demasiado aburrido para mí haberme confinado exclusivamente al ruedo. En Madrid me contrataron como bailarina y tuve que tener éxito, porque recibí muchos regalos de la realeza. En Lisboa, Barcelona y Almena [sic, Almería], fui contratada para abrir la puerta para que el toro entrara en el ruedo. Era la torilera y tenía una llave colgando en mi cintura. Le aseguro, señor, que no era un oficio superficial.  Si el animal era

ESPECIALMENTE FEROZ

por lo general embestía ciegamente a la primera persona que veía. Como torilera, tenía que levantarme y abrir la puerta para el señor-toro, como si él fuera un caballero educado y galante deseando ser admitido en alguna mansión hospitalaria. Como dicen los franceses, era una posición que requería sangre fría. Supongo que la palabra americana para ello es nervio. Pero no me daba cuenta del peligro, aunque a veces me libré por los pelos. Usted sabe que el toro dispersará a izquierda y a derecha a los picadores y a la cuadrilla de banderilleros que le acosan hasta que esté suficientemente enfurecido como para enfrentarse en combate con el torero o el matador. A veces yo me dispersaba y me daba un revolcón no precisamente por causa del toro sino por los banderilleros cuando huían. A los 17 años podía montar en bicicleta, conducir, jugar al billar, bailar y torear con cualquier hombre. Mi pasión era conducir una tartana de cuatro caballos. En Cádiz, un día, reté a la ciudad a que presentara a un chofer que pudiera competir conmigo.  Pero señor, ¿no se fatigará con mi historia, verdad?”

En absoluto. ¿Dónde fue cuando abandonó España?”

«Me contrataron para bailar y ofrecer mis imitaciones del ruedo durante diez días en el Noveau Cirque de París. Cuando los diez días expiraron, me volvieron a contratar durante un año y gané un premio. Ah! París es una ciudad hermosa, pero la gente no tiene espectáculos genuinos como los toros. De París marché a La Habana y México. En La Habana tuve una aventura que fue más excitante para mí que ser empitonada por un toro. Una noche mientras estaba durmiendo en el hotel D’Angleterre alguien me despertó agarrando mi cintura. Abrí mis ojos y vi a un ladrón apuntándome con una pistola. Quería los anillos de mis dedos y mis joyas; pude adivinarlo por su decidida actitud. Nunca dudé, pero al levantar rápidamente el brazo que tenía libre le arrebaté la pistola de su mano y le disparé cuando huía. En México la gente disfruta del toreo y acude en multitud a la plaza. Señor, venga a ver mi simulación de la muerte de un toro. Le dará una idea de cómo se hace en el ruedo. Yo comienzo la lucha bailando el zapateado y antes de matar al animal puedo bailar el bolero, el flamenco y otros bailes españoles. Si me piden un bis, en lugar de matar otro toro, toco la guitarra, ofreciendo selecciones como “El bito” [sic], “Panaderos”, “Sevilla” [sic] y “Gitana”.

La Cuenca está más orgullosa de haber pagado una buena suma de dinero para librar a su hermano de servir en el ejército español que de sus variadas habilidades.

Traducción de Kiko Mora.

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